sábado, 3 de marzo de 2018

Brújula (Ruidos)

Visitar un lugar y considerar si es apropiado para el ocio es una tarea venerable que incita a valorar la calidad de la estancia y las futuras posibilidades de una visita próxima. Quedarse inmerso en un ambiente como si lo único que me queda es verme en el silencio de mi introspección; llegar al bar y encontrarme con los muchachos es mucho más cómodo que llegar al bar con el ideal de tomar, ¿Acaso la invención de los bares fue diseñada para llegar a embriagarse? 

- No sé vos, pero me parece una casualidad venir y encontrarme con las mismas almas en penas, a fin de cuentas a eso se reducen ustedes, ¿No? - Susurro en su oído.
- Es grato al menos saber que en tu vulgaridad guardas un poco de disimulo.
- Bueno, es lo que alguien de tu calibre merece para no ser etiquetado públicamente.
- Yo también te quiero.
- ¿Hipocresía? 
- Le diría honestidad amigo mío.

Ir de regreso a la casa, pensar en lo que pasó me hace sentir perplejo mientras Ernesto relata su día a día; un hospedaje en el parque, el alcohol nos toca y nos golpea como si se tratase de la brusquedad de un policía pedante en busca de un respeto que nos genera gracia. Ahora bien, ¿Cuál es la gracia de tu experiencia? Llegar de madrugada con los ojos hinchados mientras tu integridad se basa en la comicidad de las escenas que en un momento fueron gratas, como una vulgar tragicomedia que te hace llorar en la soledad de tus aposentos. Ernesto, estudiante de sociología que cursa el último año de su carrera, estudia para su gusto y trabaja para comer. Muchacho de calle, hombre de ingenios, qué andás pensando cuando me ves y sonreís como si la vida fuese un respiro, decí mi nombre, decí como me llamo; entonces te quedas absorto mientras ignoras lo que te pasa, viendo como si nada te importase el azul del cielo que te envuelve en las nubes. Qué pacífico sonreír cuando en tu cara la sonrisa se pinta falsa. Qué bonito conversar con vos que andas ebrio. Ebrio por la sobriedad absurda que vos mismo consideras la mejor. Llegamos a la plaza Fonseca y con un cigarro en la derecha me mirás con una seriedad que me provoca reír, todo porque el humo te sofoca y te alivia una ansiedad que ni vos mismo conoces. ¿Escuchás eso? ¡Es Lucía! 
  
- ¡Epa! ¿Cómo están muchachos?
- Mejor que nunca. - Expreso con neutralidad
- Se nota.
- ¿Dónde vas?
- A trabajar... Es muy temprano como para estar en la plaza, ¿No creen?
- Pues sí... -Afirma Ernesto.
- Bueno, les dejo, no quiero ser irresponsable.
- Yo también me voy, necesito llegar antes de las nueve, no vaya a ser que me pongan de irresponsable. - Comento abiertamente.
- ¿Ya? - Pregunta Ernesto.
- Sí, te veo luego quizá, cuidate.
- Adiós muchachos.

Qué bonito el día que te calienta la piel y se asoma con ganas al cuerpo, como el impacto sonoro de una ola que toca una piedra costera. Llegar como un infante emocionado al momento de entrar a la ducha, me hace recordar emociones que afloran distintas y apreciables sensaciones que se esparcen por el placer de un momento que tiene la más mínima importancia; es irónico saber que es gustoso deleitarse del sofoque y el humedecimiento, sentir en la cabeza el agua que viaja por casi todos mis poros, bañarme y reírme por el buen ánimo que me causa me hace pensar que debo buscar viaje lo más pronto posible. Ropa íntima, calcetines, pantalón, desodorante, camisa, gorra, listo.

Caminar sin más por el anden que me lleva a la parada del bus y forzarme a seguir por el hecho de que necesito comer se me vuelve monótono, de hecho, una obligación que trastoca soez mis deseos de poder sentirme libre de trabajar donde hago lo que no me gusta. Me pagan poco y no me alcanza ni para consentirme. Llego a la industria y me encuentro con el supervisor de la maquinaria. ¡Echevarría! Señor, dígame. Necesito que vaya e inspeccione el sector 4b, uno de los procesadores está presentado un calentamiento anormal y me preocupa porque quizá afecte a la producción de hoy. Está bien, en cuanto evalúe la situación e identifique el problema le informo. Intrigante mi llegada al sector 4b a orillas de la apertura de la oficina de supervisión, por un pasadizo visual que permite ver el escritorio del supervisor, encuentro a doña Fátima (esposa del supervisor) en el mero ajetreo candente encima del Ingeniero Augusto Fiallos (miembro de la directiva de la industria), que sorpresa, eso me pasa por fijarme. El ventilador no es el problema, las válvulas están reguladas según la mecánica del sistema, hace el mismo ruido mierda que me enferma y contamina mi paciencia, de hecho, el visor de temperatura no se muestra alto, ¿Por qué carajos me mandó aquí? Caliente está su oficina... Vaya. Supongo que es mejor no entrometerse donde no se me ha llamado.
La cabina de las maquinarias están alegre cuando llego, los papeles contienen datos coloridos en referencia al informe semanal de rendimiento, las luces brillan con ganas, las engrapadoras muerden el papel y genera un sonido que relaja mi mente, al tac de mis dedos, compás de 6x8, percusiones graves de una madera fuerte, mi escritorio como tambor y  el pitido inconstante de la interfaz reguladora; bienvenidos a mi sala musical, donde el ruido no existe y las melodías persisten.

Llego a la parada de nuevo, con el caminar cansado y los ojos con ganas de caerse, el bus tiene un calor especial en las noches de las ocho, hay poca gente y los asientos que dan espacio a ventanas me llaman con cariño; el viento sopla en mi cara con una delicadeza que yo percibo precisa, veo la calle que se tiñe de luces amarillas y blancas, personas que caminan a rumbos insospechados y la parada que se asoma próxima a mi destino. Ahí va el señor Martínez bien alegre, a una cuadra de distancia puedo ser capaz de apreciar como su semblante emana una esencia que a veces envidio. La ignorancia de no visualizar las totalidades me hace sentir una enorme tristeza que se traduce a múltiples omisiones que no pienso detallar, entonces el calor mudo de mi cuarto me inunda y me lleva a un ruido fuerte y cruel que en la cama yo llamo silencio.